Corría el año 1608 cuando un fabricante de lentes e inventor llamado Hans Lippershey creó el diseño del primer telescopio refractor del que se tiene constancia y solicitó a los Estados Generales de los Países Bajos que le otorgaran una patente por crear un instrumento que permitía «ver objetos muy lejanos como si estuvieran cerca».
En mayo del año siguiente, una descripción de este objeto llegó a manos de Galileo Galilei, que se puso manos a la obra y fabricó su propia versión del mismo: un pequeño telescopio de mano capaz de aumentar las imágenes tres veces.
Durante los siguientes meses, el genio renacentista continuó fabricando telescopios y aplicando cambios a su boceto inicial, aunque sus limitados conocimientos sobre óptica hicieron que los instrumentos no siempre funcionaran de manera adecuada. A pesar de las dificultades, sus diseños fueron mejorando hasta que consiguió crear un telescopio que podía aumentar el tamaño hasta veinte veces.
Una vez lo tuvo listo, apuntó al cielo y empezó a observar la Luna. Para su sorpresa, descubrió que, contrariamente a lo que predicaba la física aristotélica, ese objeto celeste no era una esfera translúcida y perfecta, sino que tenía montañas y cráteres.
En base a dichas observaciones, dibujó la famosa ilustración que encabeza este artículo, en la que se aprecian las fases lunares y la ubicación de los accidentes topográficos que hay en su superficie.
Esos dibujos fueron incluidos en un tratado astronómico escrito en latín llamado Sidereus nuncius (Mensajero sideral) que publicó el 13 de marzo de 1610 y que se convirtió en el primer documento científico basado en observaciones realizadas con un telescopio.
Además de la información sobre nuestro satélite, también incluye datos sobre las lunas de Júpiter y cientos de estrellas de la Vía Láctea y constelaciones que no se pueden ver a simple vista pero que él pudo observar gracias a su telescopio. Este documento está considerado hoy en día como el origen de la astronomía moderna.