Lo hemos observado, mirándolo fijamente o involuntariamente, cientos de veces mientras paseamos, vamos en coche, estamos sentados en un banco, en una cafetería o nos estiramos en la playa durante los días veraniegos. Y siempre, siempre, el Sol aparece imponente en el horizonte de color amarillo. Pero lo cierto es que ese no es su color real. Porque el Sol, aunque cueste de creer, es de color blanco.
Trataré de explicarme. El Sol es una estrella del tipo espectral G2 que se encuentra en la secuencia principal, donde permanecerá unos 5.000 millones de años más, consumiendo hidrógeno y transformándolo en helio mediante reacciones de fusión nuclear.
Su fotosfera o capa superficial se halla a una temperatura de 5.780 K y está compuesta por una capa de plasma de unos 300 kilómetros de espesor. Desde ahí se emite la luz y el calor que recibimos en la Tierra y que permite la existencia de la vida.
Las longitudes de onda de los fotones que surgen de esta capa del Sol abarcan todo el espectro de luz visible, de manera que el color real del Sol es blanco:
Pero entonces, ¿por qué lo vemos amarillo? Pues debido a que cuando estas partículas llegan a la Tierra, nuestra atmósfera se encarga de dispersar las que son más energéticas y poseen una longitud de onda más pequeña. Este fenómeno es conocido como Dispersión de Rayleigh.
Ello provoca que a nuestros ojos no lleguen las tonalidades azules o violetas. En cambio, los fotones de longitudes de onda mayores y tonalidades amarillas y rojas sí que atraviesan la atmósfera y dotan el Sol, ante nuestros ojos, de un color amarillo cuando está en el punto más alto del firmamento y algo más rojizo cuando por la tarde se pone en el horizonte.
FOTOGRAFÍAS: JAMIE IN BYTOWN | GEOFF ELSTON