Las discográficas y las entidades gestoras de los derechos de autor de medio mundo sueñan con controlar Internet. En su delirio, creen que tienen el derecho, la potestad inalienable de conocer al milímetro qué es lo que hacemos cuando navegamos, qué sitios visitamos, qué nos descargamos, qué leemos, qué escuchamos y qué vemos.
Tienen montado un chiringuito cojonudo y no piensan renunciar a él por las buenas. Han hecho suya la palabra «cultura» gracias a la ayuda que les han brindado una parte significativa de los medios de comunicación tradicionales y casi todos los partidos políticos.
Los derechos individuales de quienes utilizan la Red se la repanfinflan. Nada hay más importante que su negocio, que su dinero, que su futuro adornado de coches de lujo, dúplex dorados y días de asueto en los que el trabajo diario es un viejo fantasma del pasado que afortunadamente quedó atrapado en el tiempo.
La web en sí y los programas P2P en particular han puesto en peligro su fuente de ingresos primigenia, al dotar a millones de personas de las herramientas necesarias para acceder gratuitamente a contenidos antes controlados.
La tecnología evoluciona, las sociedades también, y los cambios están para quedarse. Pero se niegan a aceptarlo, a variar su modelo de negocio para adaptarse a los tiempos que corren y a obtener mayores beneficios en base a las nuevas oportunidades que se abren ante sí.
En su lugar, optan por el camino fácil, prefieren taparse los ojos y proponen soluciones absurdas, irracionales, que atentan contra el sentido común, con tal de mantener sus viejos privilegios sin dar un palo al agua. Son gigantes con pies de barro.
Primero propusieron cerrar las redes de pares. Con algunas lo consiguieron, pero las más importantes siguen en pie. En vista de su relativo fracaso, más adelante pidieron que los operadores de acceso a Internet ejercieran de policías y controlaran las comunicaciones que se efectúan por sus redes. Con la ayuda inestimable de determinados políticos, han estado a punto de conseguirlo.
Ahora, en vista de que los programas P2P están en el camino de utilizar comunicaciones encriptadas, se les ha ocurrido el disparate de pedirnos a los propios internautas que instalemos en nuestros ordenadores, de manera voluntaria, programas que escaneen los contenidos que tenemos en los discos duros y filtren qué podemos y qué no podemos compartir con otros usuarios. Tal cual.
Y no os vayáis a pensar que eso lo ha dicho un don nadie puesto hasta arriba de cocaína. No. Estas palabras las ha pronunciado Cary Sherman, mandamás de la Recording Industry Association of America (RIAA), en pleno uso de sus facultades mentales. Sean las que sean, claro está.
¿Hasta dónde están dispuestos a llegar? En vista de los precedentes, me temo que hasta donde haga falta.