Desde principios de 1942 hasta finales de 1944 más de un millón de judíos, eslavos y gitanos fueron hechos prisioneros en el complejo de campos de concentración de Auschwitz, el mayor centro de exterminio en masa construido por el nazismo.
Conformado por los campos Auschwitz I, Auschwitz II–Birkenau y Auschwitz III–Monowitz, el comandante en jefe (Reichsführer) de las SS y más tarde ministro del Interior del Tercer Reich, Heinrich Himmler, lo calificó como el lugar en el que se lograría la solución final al «problema judío».
Entre sus muros, se fraguó uno de los episodios más oscuros y aterradores de la historia de la humanidad. La gran mayoría de las personas que tuvieron la desgracia de ser confinadas allí perecieron en las cámaras de gas, por inanición, frío, enfermedades no tratadas, ejecuciones sumarísimas o en experimentos médicos.
Casi 70 años después de la liberación del campo por parte del ejército soviético, Auschwitz ha sido reconvertido en un inmenso museo al aire libre considerado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO que visitan anualmente 1.300.000 personas y que con su aterradora presencia nos recuerda a diario las barbaridades que se cometieron durante el Holocausto.
Uno de los espacios más sobrecogedores de todo el complejo (que ya es decir) es esta pared de una de las cámaras de gas que todavía quedan en pie. Las marcas blancas que se ven son en realidad los arañazos agonizantes que dejaron grabados miles de prisioneros instantes antes de morir producto de la inhalación de dosis concentradas de Zyklon B, un insecticida a base de cianuro que la Alemania Nazi utilizó de manera regular para asesinar a millones de personas.
Tiempo atrás tuve la ocasión de visitar Auschwitz y de realizar cientos de fotografías de su interior. Un día de estos publicaré un artículo al respecto con las imágenes que tomé aquel día. Algunas ponen los pelos de punta.