El 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana, el bombardero estadounidense Enola Gay dejó caer sobre la ciudad de Hiroshima la primera bomba atómica utilizada contra población civil de la historia. Armada con 64 kilogramos de uranio-235, hizo explosión 43 segundos más tarde a 600 metros de altura liberando una energía equivalente a 16 kilotones de TNT.
Entre 70.000 y 80.000 de las 255.000 personas que se estima que por aquel entonces vivían en la población japonesa murieron en cuestión de segundos debido a la virulencia de la deflagración y a la tormenta de fuego que se desató a continuación. No fue el caso de Tsutomu Yamaguchi, el protagonista de nuestra historia de hoy.
Nacido el 16 de marzo de 1916 e ingeniero de profesión, residía en Nagaski, donde llevaba una vida apacible como empleado del conglomerado Mitsubishi Heavy Industries. En el verano de 1945 su empresa lo envió a Hiroshima, por aquel entonces un centro de comunicaciones que servía como base de almacenamiento y punto reunión para las tropas japonesas, para que colaborara en la construcción de unos buques durante un periodo de 3 meses.
El 6 de agosto, tras finalizar el trabajo que se le había encomendado, llegó el ansiado momento de volver a casa, de manera que a primera hora de la mañana hizo las maletas y se dispuso a abandonar la ciudad en compañía de otros dos compañeros, cuando se dio cuenta de que se había olvidado los documentos que necesitaba para poder viajar. Rápidamente, tomó un tranvía y se dirigió de vuelta a los muelles en busca de los papeles de marras cuando, al bajar del convoy, divisó una bomba en el horizonte que descendía sustentada por dos pequeños paracaídas.
Eran las 8:15 en punto. Instantes después una luz cegadora lo inundó todo, su cuerpo se vio zarandeado y arrastrado contra el suelo por una virulenta onda de choque y, antes de perder el conocimiento, notó cómo le reventaban los tímpanos y perdía la visión. Little Boy acababa de hacer explosión a sólo 3 kilómetros de donde se encontraba.
Tras recobrar la conciencia comprobó horrorizado la devastación absoluta que se cernía a su alrededor, con edificios incendiados y destruidos, gente gritando de pánico y otras vagando por las calles completamente desorientadas. Herido de gravedad, con la parte izquierda de su cuerpo con quemaduras graves, se arrastró como pudo hasta un refugio cercano, donde recibió atención médica básica y reposó unas horas.
Una vez se sintió con fuerzas partió en busca de sus colegas, a los que encontró con vida, y juntos pasaron la noche en un refugio antiaéreo. A la mañana siguiente, volvieron a Nagasaki y consiguió que unos doctores le vendasen las heridas en carne viva. Lo que restaba de día y la jornada siguiente las pasó descansando a la espera de que las llagas que cubrían su piel sanaran siquiera superficialmente.
A pesar de su deplorable estado físico, el 9 de agosto acudió a su puesto de trabajo, donde procedió a explicar a sus compañeros el infierno que había vivido en Hiroshima. Se encontraba relatando lo acontecido cuando, a las 11 de la mañana, el bombardero estadounidense Bocksar arrojó sobre Nagasaki la bomba Fat Man y convirtió gran parte de la ciudad en cenizas.
Al igual que había acontecido 3 días antes, la diosa fortuna quiso que su empresa se encontrara a 3 kilómetros de la zona cero, lo que le permitió salvar el pellejo por segunda ocasión consecutiva y, por increíble que parezca, sin ninguna herida adicional que sumar a las que ya acarreaba su maltrecho cuerpo.
La falta de medicinas y de materiales de enfermería básicos como vendas provocó que sus heridas se infectaran y que sufriera fiebres altas durante una semana. Pasado ese periodo, logró recuperarse y pudo proseguir con su vida, marcada desde entonces por la pérdida de la escucha en su oído izquierdo, los vendajes constantes que se vio obligado a llevar durante años y la caída temporal de su cabello, que luego recuperó.
Unas secuelas relativamente menores si se tiene en cuenta que había sobrevivido a dos bombas atómicas en un intervalo de sólo 3 días. Se estima que en total podría haber hasta 160 japoneses que también consiguieron salir con vida de ambas deflagraciones nucleares, pero el caso de Tsutomu Yamaguchi ha sido el único que ha sido confirmado oficialmente por el gobierno de Japón.
Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, este hombre de hierro trabajó como traductor para los marines estadounidenses asentados en territorio nipón, más tarde ejerció de profesor y finalmente retomó su trabajo en Mitsubishi diseñando grandes embarcaciones para el transporte de combustibles.
Durante décadas Yamaguchi llevó una vida tranquila alejado voluntariamente de la atención mediática hasta que, siendo ya octogenario, decidió escribir una autobiografía titulada Ikasareteiru inochi en la que relató las experiencias excepcionales que vivió los primeros días de agosto de 1945.
La publicación del libro sacó su caso del anonimato y propició que, en los últimos años de su vida, fuera invitado a participar en documentales, visitara el edificio de las Naciones Unidas en Nueva York e, incluso, el afamado director de cine James Cameron acudiera en persona a visitarlo para transmitirle su interés en llevar al cine su historia.
Una propuesta ésta última que, en caso de que finalmente se lleve a la práctica, no podrá ver realizada ya que el 4 de enero del 2010, a la edad de 93 años, murió en Nagasaki víctima de un cáncer de estómago. Descanse en paz para siempre.
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