Desde que el 12 de abril de 1961 el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convirtiera en el primer ser humano en viajar al espacio, un total de 528 personas de 38 nacionalidades distintas han tenido el privilegio de hacer realidad el sueño que la humanidad ha perseguido incansablemente durante siglos y han podido vivir, siquiera unos minutos, algo más cerca de las estrellas.
Una vez a decenas o centenares de kilómetros de distancia de la Tierra, todos ellos, del primero al último, han debido hacer frente a las especiales condiciones que genera la microgravedad. Uno de los efectos más llamativos es que los cuerpos de los astronautas experimentan un repentino crecimiento que, en algunos casos, llega a ser de hasta 5 centímetros.
Ello es debido a que la práctica ausencia de gravedad posibilita que la columna vertebral se estire ligeramente. Como consecuencia, la altura aumenta. Lo hace, eso sí, de manera temporal, ya que una vez regresan a casa la gravedad vuelve a poner las cosas en su sitio y rápidamente recuperan sus proporciones habituales.
Este curioso fenómeno obliga a que los trajes presurizados sean lo suficientemente grandes como para dar cabida a estos estirones transitorios que sufren los astronautas. Lo mismo sucede con los asientos de las aeronaves, que deben contemplar los cambios que experimentarán sus ocupantes a lo largo de los viajes.
Aunque en menor medida, cada noche nos sucede lo mismo cuando nos estiramos en la cama para dormir. Dado que estamos en posición horizontal, la gravedad no presiona nuestra columna hacia abajo, de manera que si justo después de despertarnos, mientras seguimos tumbados, cogemos un metro y nos medimos, comprobaremos cómo hemos «crecido» entre unos y dos centímetros.