La mañana del 29 de abril de 1961 debía ser una jornada más de trabajo para Leonid Ivanovich Rogozov, un cirujano ruso de 27 años que desde principios de año se encontraba destinado en la Base Novolazarevskaya como miembro de la sexta Expedición Antártica Soviética, pero al poco de levantarse comprendió que ese no sería un día cualquiera.
Desde primeras horas empezó a sentir debilidad general, náuseas, fiebre y, poco más tarde, un fuerte dolor en la parte inferior derecha del abdomen. Los tratamientos conservadores que siguió el resto del día no tuvieron el efecto deseado y su cuadro general, lejos de mejorar, empeoró considerablemente.
Llegada la noche, la sintomatología que experimentaba le hizo comprender que el suyo era un caso de peritonitis y que se debería someter a una operación quirúrgica para que se le fuera extirpado el apéndice. En circunstancias normales hubiera sido trasladado a un hospital cercano donde se habría puesto en manos de un cirujano cualificado que le hubiera practicado la intervención correspondiente. Pero la suya no era, ni por asomo, una situación corriente.
Se hallaba a miles de kilómetros de la civilización, refugiado en una estación científica en plena Antártida en la que él, precisamente él, era el único residente con formación médica. La base más cercana que disponía de un avión capacitado para evacuarlo a un centro hospitalario con cara y ojos estaba a situada a más de 1.600 kilómetros de distancia y, por si eso fuera poco, las adversas condiciones climatológicas que reinaban ese día impedían que cualquier aeronave pudiera tomar tierra.
Rozaba la locura, pero la única opción que le quedaba a Rogozov si quería sobrevivir era operarse a sí mismo. Es lo que hizo. A las 22:00 horas del 30 de abril se inyectó una solución de 0,5% de novocaína como anestesia local en la pared abdominal. Con la única ayuda de un conductor y de un meteorólogo que le facilitaban los instrumentos médicos conforme se los solicitaba y sostenían un espejo para que pudiera ver las zonas de la operación no visibles desde su posición, se reclinó en la litera tal y como se puede ver en la fotografía superior y comenzó la intervención.
Tras realizar una incisión de unos 12 centímetros, procedió a extirparse su propio apéndice, pero a partir de la media hora del inicio de la operación empezó a sentir náuseas y síntomas de agotamiento extremo, por lo que de ahí en adelante hubo de realizar pequeñas pausas para descansar y retomar fuerzas.
Una vez retirado el apéndice se administró antibióticos directamente en la cavidad peritoneal y, a las 00:00 horas, dio por finalizada la intervención. Tras un breve periodo de debilidad postoperatoria, los signos de la peritonitis y la fiebre fueron desapareciendo paulatinamente y a los 7 días se pudo quitar la sutura. A la semana siguiente, como si nada hubiera pasado, retomó sus labores habituales en la base.
Unos días más tarde, su increíble historia llegó a oídos de las autoridades soviéticas de la época, que necesitados de héroes como estaban le concedieron la Orden de la Bandera Roja del Trabajo, una condecoración que se otorgaba a aquellas personas que en opinión de la jerarquía del régimen habían llevado a cabo contribuciones excepcionales a la sociedad en los campos de la ciencia, la cultura, la literatura, la educación o la sanidad.