El 1 de marzo de 1954 a las 06:45 horas de la mañana, el ejército de Estados Unidos detonó sobre el atolón Bikini, situado en las Islas Marshall, una bomba termonuclear de hidrógeno a la que llamaron Castle Bravo. Fue la primera de su tipo que hicieron explosionar y con sus 15 MT ha sido también la más mortífera que EEUU haya lanzado jamás. Para que os hagáis una idea, se estima que fue del orden de 1.200 veces más potente que las de Hiroshima y Nagasaki.
Un segundo después de la detonación se formó una bola de fuego de casi 7 Km de altura visible desde 450 Km de distancia. La explosión creó un cráter de 2 Km de diámetro y 75 metros de profundidad, mientras que la nube con forma de hongo que se generó alcanzó una altura de 14 Km en sólo un minuto. 10 minutos después tenía ya un diámetro de 100 Km y seguía creciendo a un ritmo de 6 kilómetros cada 60 segundos.
La explosión fue 2,5 veces mayor de lo que esperaban en las filas norteamericanas, debido a un error de cálculo que cometieron los diseñadores de la bomba en el Laboratorio Nacional de Los Álamos. Como consecuencia, la contaminación radioactiva superó ampliamente las previsiones que manejaban los mandos militares de la época y acabó provocando una auténtica catástrofe medioambiental, cuyas consecuencias se vieron agravadas además por los fuertes vientos que azotaban la zona en aquellos días.
En la siguiente imagen se pueden observar las zonas que se vieron afectadas por la radiación:
La contaminación radioactiva sobrepasó los límites del atolón Bikini y llegó hasta los atolones Rongelap y Rongerik, donde sus habitantes sufrieron en sus carnes las consecuencias de tal despropósito. Aunque fueron evacuados rápidamente, un número significativo de sus descendientes han sufrido malformaciones congénitas debidas a las altas cotas de radiación a las que se vieron expuestos sus padres.
Lo mismo le pasó a los tripulantes del pesquero japonés Lucky Dragon Nº 5, que ese día faenaba por esas aguas. La mayoría de sus ocupantes cayeron repentinamente enfermos y uno incluso murió. Ante las quejas de los afectados, Estados Unidos sostuvo que si bien habían aumentado el número de pruebas nucleares en el Pacífico, no se habían liberado dosis significativas de elementos radioactivos.
Años después, el físico y premio Nobel de la Paz polaco Joseph Rotblat demostró que la contaminación generada por Castle Bravo fue miles de veces superior a la prevista y, desde luego, mucho mayor que la reconocida oficialmente por EEUU. Su estudio llegó a los medios de comunicación y ocasionó un enfrentamiento diplomático entre el gobierno japonés y el norteamericano, que fue zanjado tras llegar a un acuerdo por el que se compensó con 5.550 dólares de la época a los supervivientes del Lucky Dragon.
Claro que la contaminación radioactiva también afectó a los navíos estadounidenses destacados en las Islas Marshall e incluso a científicos y mandos militares que se habían resguardado en búnkeres. Años después, muchos acabaron desarrollando algún tipo de cáncer en un porcentaje superior al que habría sido el normal. Algo que no debería sorprender si se tiene en cuenta que trazas de radiación llegaron hasta Australia, India, Japón e incluso los límites orientales de Europa.