En 1876, un joven científico e inventor de 29 años se puso en contacto con Western Union, por entonces la mayor empresa de telecomunicaciones de Estados Unidos, y le ofreció la posibilidad de comprar una patente que había registrado sólo unos meses antes y la tecnología a la que se hacía referencia en la misma.
Su nombre era Alexander Graham Bell y la patente en cuestión cubría específicamente «el método de un aparato para transmitir sonidos vocales u otros telegráficamente causando ondulaciones eléctricas similares en forma a las vibraciones del aire que acompaña a dicho sonido vocal u otro». Era la patente del teléfono.
A diferencia de muchas otras patentes que describen procesos teóricos que no se acaban llevando a la práctica, para entonces Bell había conseguido transmitir mensajes hablados a través de sus prototipos de teléfono con la ayuda del diseñador Thomas Watson y de diseños previos realizados por el ingeniero eléctrico Elisha Gray.
El dispositivo era potencialmente revolucionario, de manera que cuando Bell se dirigió a Western Union tasó su patente en 100.000 dólares. Días después, la dirección de la empresa formó un comité interno y le encargó la tarea de estudiar el potencial de dicha tecnología y de evaluar si el precio solicitado era adecuado o no.
Esta fue la contundente y extremadamente negativa valoración que realizó:
El Teléfono pretende transmitir la voz hablada sobre cables de telégrafo. Encontramos que la voz es muy débil y confusa, y se hace además más débil conforme se utilizan cables más largos entre el transmisor y el receptor. Técnicamente, no consideramos que este dispositivo vaya a ser capaz jamás de enviar mensajes reconocibles a distancias de varios kilómetros.
Hubbard y Bell quieren instalar uno de sus «dispositivos telefónicos» en cada ciudad. La idea es una completa idiotez. Además, ¿por qué iba una persona a querer usar este torpe y poco práctico artefacto cuando puede enviar un mensajero a la oficina de telégrafos y hacer llegar un mensaje escrito claro a cualquier ciudad de los Estados Unidos?
Los electricistas de nuestra compañía han implementado hasta la fecha todas las mejoras posibles en el arte del telégrafo y no vemos razón por el que un grupo de profanos, con ideas extravangantes y poco prácticas, deban ser tenidos en consideración cuando no tienen ni la más remota idea de los verdaderos problemas existentes. Las fantasiosas predicciones del señor G. G. Hubbard, aunque parezcan prometedoras, están basadas en una enloquecida imaginación y en una falta de entendimiento de la realidad técnica y económica de la situación, así como en ignorar las obvias limitaciones de su dispositivo, que es poco más que un juguete…
A la vista de los hechos, consideramos que la petición de 100.000 dólares que ha realizado el señor G. G. Hubbard para la venta de esta patente es absolutamente inaceptable, dado que este dispositivo no tiene de por sí ninguna utilidad para nosotros. No recomendamos su compra.
«Idiotez», «profanos», «fantasiosas predicciones», «enloquecida imaginación», «juguete»… sobra decir que a la vista de este informe, Western Union no compró la patente. Una vez recibió esta negativa, Alexander Graham Bell fundó la Bell Telephone Company y empezó a comercializar la tecnología telefónica por su cuenta.
Sólo un año más tarde, y a la vista de la popularidad que estaba alcanzando el dispositivo, el presidente de Western Union confesó a sus colegas que si en ese momento le hubiesen ofrecido la patente por 25 millones de dólares, lo habría considerado una ganga. Era demasiado tarde. Para entonces, Bell y sus inversores se negaron a deshacerse de los derechos de uso de una tecnología que los convirtió en millonarios y que revolucionó para siempre la manera en que nos comunicamos.